domingo, 21 de agosto de 2011

8. Hola de nuevo

En el momento en que Sara vio que Lidia había aceptado su solicitud de amistad sintió una gran alegría. Hacía muchísimos años que no sabía nada de ella y le llamó la atención que aceptara su solicitud, ya que aquello era síntoma de que se acordaba de ella. Pero, de pronto, le dio un pánico terrible. ¿Qué pensaría de ella por haberla invitado a su red social? ¿Qué le diría para volver a hablar con ella? De pronto, se arrepintió de haberle dado a aquel botón, así que no se decidió a hablarle.

Pasaron los días y se olvidó por completo de Lidia. Pero una tarde sin nada especial que hacer, conectó su chat de Facebook y le apareció conectada. La tentación fue más fuerte que ella, como si un impulso irrefrenable la llevara a abrir aquella ventana y volver a presentarse. Dio un click en su ratón y comenzó a escribir un “Hola de nuevo”. Cuando le dio a enviar pensó que aquella frase era la más estúpida que había escrito en su vida. Iba a cerrar aquella ventana cuando, de pronto, una señal luminosa apareció en ella: “Hola, cuánto tiempo! Qué tal estás?”. Aquello la hizo sonreír sin motivo. Definitivamente, se acordaba de ella. Después de casi 4 años, se acordaba.

Comenzaron a hablar animadamente sobre sus vidas en aquella ventana de Facebook, tratando primero temas intrascendentes para pasar después a los más importantes. Sara le contó lo ocurrido con Paula, y Lidia compartió con ella sus penas. No lo estaban pasando bien ninguna de las dos pero, durante aquella noche, encontraron a otra persona que las comprendía y que había conseguido quitar de su mente por un momento aquellos problemas.

Las conversaciones de Facebook pasaron al Messenger, ahí donde se conocieron hace 4 años. Era tan extraño para ambas. Una amistad que no tuvo momento en el que empezar y que estaba reencontrándose en el tiempo, en un momento concreto, en un lugar distinto y con dos personas que, con el paso de los años, habían cambiado su forma de ser. Pero, en cambio, era como si se conocieran desde siempre, como si ahora fueran incluso más afines que antes. Los minutos se hacían horas y el día daba paso a la noche entre conversaciones interminables que acababan cerca de la madrugada. Ninguna de las dos se quería marchar, pero siempre había una hora en la que tenían que dejar el ordenador.

Sara no sabía cómo ni cuándo, pero poco a poco, las horas que su mente dedicaba a pensar en Paula y en qué estaría haciendo pasaron a estar ocupadas en Lidia y su estado de ánimo. Al principio solo pretendía ser su amiga, ayudarla, tratar de que saliera de ese caparazón en que se había encerrado por culpa de una experiencia amorosa que parecía no haberse alejado nunca. Se introdujo en sus problemas, en su día a día, dándole apoyo, escuchándola y tratando de ayudarla para que no sufriera tanto. Ese interés en su bienestar se fue tornando impotencia, rabia cuando le contaba ciertas cosas y no sabía explicar por qué. Es cierto que le molestaba que la hicieran sufrir, pero ¿de esa manera?

Le daba vueltas continuamente a una posibilidad, a la posibilidad que no quería que fuera verdad… Por un momento recordó lo que le dijo a una amiga suya hace tiempo: “Si piensas en él mucho, si sonríes cuando te dice algo o cuando sale en una conversación, si estás inquieta y no dejas de preguntarte qué está haciendo y, sobre todo, si te molesta cuando te cuenta cosas de otras chicas… entonces, estás completamente enamorada”. Analizó despacio todos esos factores, los enumeró una y otra vez en su mente intentando que alguno de ellos no lo cumpliera. Cerró los ojos y se maldijo a sí misma.

jueves, 4 de agosto de 2011

(*) Un alto en el camino

“Sí, venga, y ahora ponte a hablar con el otro conductor. ¡No tenéis vergüenza!” Esto fue lo que le espetó una usuaria de la EMT a uno de los conductores que llevan cada mañana a los madrileños a su trabajo cuando, en un cruce con otro autobús, se detuvo a conversar con su compañero de trabajo. La frase no es que tenga gran significado por sí misma, pero refleja el sentir de muchos de los viajeros que utilizan cada mañana la red de transportes madrileña. Algunos con más aplomo y otros con menos, pero en general los usuarios de los autobuses que circulan por la capital están bastante molestos con el servicio que se les está ofreciendo durante este verano. Y si a eso le añadimos que el lunes será efectiva la subida de precio del 50% en el billete sencillo tanto de autobuses como de Metro, el cabreo ya es mayúsculo.

Cuando llegué a Madrid, hará dos años en septiembre, me llamó mucho la atención la prisa que tenía la gente por coger un tren o un Metro. “¡Pero si pasan cada 5 minutos!”, pensé. “A estos los dejo yo en la línea de Cercanías Murcia-Alicante (con una frecuencia media de 50 minutos entre trenes) y se mueren”, recordé para mí entre risas. Yo, en cambio, me lo tomaba con calma cada vez que tenía que ir a Madrid. ¿Que no cogía un tren por segundos? Daba igual, el siguiente vendría enseguida… Como no tenía que estar a ninguna hora concreta, esperar dos o tres minutos más no suponía demasiado. Hasta que llegué al maravilloso mundo del becario que trabaja allá donde Cristo perdió la sandalia y donde dudo mucho que vaya a ir el Papa cuando visite Madrid.

A partir de ese momento, llegar al trabajo a una hora decente se convirtió en todo un reto. No sólo por la variedad de transportes que debía coger para llegar hasta Aravaca (Cercanías-Metro-Autobús, todo en ese orden), sino también porque entre Renfe y la EMT se propusieron hacerme la vida más bonita, pero bonita de verdad. El día que llegaba bien a la estación de Cercanías, el autobús me dejaba tirada en mitad de Moncloa. El día que no llegaba tan bien (pero aún así llegaba con tiempo), el tren se paraba 15 minutos entre Villaverde Alto y Villaverde Bajo sin motivo alguno. Bueno y el mejor día de todos fue aquel en que el tren de las 7.03 llegó a las 7.15, se paró en mitad de Villaverde, el Metro se detuvo en Argüelles 5 minutos y el del autobús pensó que no merecía subir por mucho hueco que me pudieran hacer entre todos los pasajeros… Ese día fue realmente maravilloso. A las 8.30 llegué al trabajo.

Pero fuera de lamentos matutinos y viajeros, la realidad es que entre las obras del AVE Madrid-Levante que han interrumpido el tráfico normal de la C3 y han retrasado bastante la C4, y el hecho de que la EMT parece no darse cuenta de que el autobús 162 necesita urgentemente añadir nuevos vehículos entre las 7 y las 9 de la mañana, todo se ha vuelto un auténtico caos. No me cabe en la cabeza que en la dársena 32 de Moncloa haya dos autobuses, el 160 y el anteriormente mencionado 162, con la misma frecuencia (9-14 minutos) y uno vaya a rebosar y el otro salga de la estación casi vacío (o casi lleno, según el pesimismo o el optimismo con que se vean las cosas). No me entra que el 162 de las 7.45 de la mañana fuera el otro día a tope de su capacidad hasta el punto de que ni siquiera el conductor veía los vehículos que tomaban la rotonda de entrada a Aravaca porque había personas apretadas contra la puerta delantera, y mientras tanto el 160 lleve más de 15 asientos vacíos a la misma hora. No consigo comprender que muchas personas deban quedarse en la estación esperando a que llegue el siguiente autobús que, presumiblemente “tardará 5 minutos” (dicho por uno de los conductores del 162), cuando llevan haciendo cola para cogerlo más de 15 minutos, pero no se pueden subir porque no hay espacio para todos.

¿Es que nadie en la EMT se da cuenta de esto? Porque no es algo que ocurra puntualmente, pasa todos los días. Solo en mi parada de Aravaca nos bajamos más de 20 personas. Ahí es cuando por fin hay algo de espacio para los que están de pie desde Moncloa y eso que está casi al final del recorrido. Y cada día la situación es más complicada. Muchas personas llegan tarde a trabajar cuando han estado esperando un autobús desde las 7:30. Por eso la gente está tan enfadada. Enfadada por la espera, enfadada por la poca cantidad de autobuses a horas punta como la entrada al trabajo y enfadada por el choteo (por madrileñear el vocabulario) en general que supone tener que llegar a trabajar y no morir en el intento… ya sea por el tiempo esperando el autobús o por el aplastamiento involuntario. Y si esto está así ahora, en agosto y con casi toda la gente de vacaciones, no quiero ni imaginarme el panorama con la visita del Papa y la afluencia masiva de visitantes a la capital… ¡Que Dios nos pille confesaos!