viernes, 29 de junio de 2012

(X) 4. El castigo

La señora Jiménez se giró hacia ella. Al oír la acusación de Nacha sintió como si todo su cuerpo pesara una tonelada. Aquello no podía estar pasándole. ¿Cómo iba ella a hacer una chiquillada como ésa? Era absurdo. Pero lo que más le intrigaba era por qué la habían tomado con ella si no había hecho nada a nadie. 

- Así que has sido tú… -finalizó la directora 
- De verdad que yo no he sido, no he hecho nada malo – replicó desesperada. 
- No me vengas con milongas. Estoy cansada de que todas las nuevas vengáis con ganas de montar gresca. Esto no es Jauja y aquí no estáis para hacer tonterías, estáis cumpliendo una condena –le sujetó el brazo- ¿Te das cuenta de lo que significa perder esa subvención? Claro que no lo sabes –la zarandeaba- Te pasarás una semana en el pabellón de castigo. Ya me he cansado de tanta tontería. 
- Pero, señora Jiménez –intervino Ana- Silvia no ha hecho nada, de verdad. No ha sido ella, se lo aseguro.
- ¿Tú también, García? ¿Acaso quieres venirte con ella al pabellón? –le contestó con dureza. 

Silvia pensó que Ana diría algo en ese momento, algo que la exculpara de aquella injusticia, pero su amiga se quedó callada, agachó la cabeza y volvió de nuevo a la fila ante la atenta mirada del resto de reclusas que no decían nada. 

 - Ya pensaba yo… -apuntó la señora Jiménez- Vamos, te espera un sitio muy agradable –le dijo a Silvia mientras tiraba de su brazo. 

No podía creer que Ana no la hubiera defendido. Ahora iba a ser castigada por una tontería y encima, por algo de lo que no tenía culpa. La señora Jiménez tiraba fuertemente de su brazo a medida que avanzaban por el pasillo y Silvia trataba de explicarle una y otra vez que ella no tenía nada que ver en el asunto. 

- Me da igual quién ha tenido la culpa. Alguien va a pagar y vas a ser tú. 

Aquella afirmación no hacía más que reflejar la tremenda intolerancia que sentía la directora hacia cualquiera de sus reclusas cuando se ponía en juego algo tan importante como la subvención autonómica. La señora Jiménez echó mano a su bolsillo y sacó un manojo de llaves. Abrió la puerta de aquel pasillo que comunicaba al pabellón de castigo.

Solo al caminar por él se podría comprobar que era totalmente diferente al resto de la penitenciaría. Oscuro, sin apenas color en las paredes, grietas en los laterales, con la sensación de dejadez y de poco cuidado, y silencioso, como si la que acabara allí tuviera prohibido hasta respirar.

- ¿Dónde me lleva? –preguntó preocupada Silvia. 
- A una de las celdas de castigo. Estarás en buena compañía, te lo aseguro. 
- Pensaba que las celdas de castigo eran para estar incomunicadas… -soltó entre dientes. 
- Hay castigos en compañías que son peores que la misma soledad. 

Aquella frase le heló el alma. ¿Con quién iba a estar? ¿Y si era peligrosa? Por un momento sintió que se le congelaba todo el cuerpo, apenas podía avanzar por el pasillo y la señora Jiménez tuvo que volver a tirar de ella. 

Una vez llegadas a la puerta, volvió a sacar el manojo de llaves, introdujo una en la cerradura y la giró hacia la izquierda haciendo que la puerta se abriera. La poca luz del pasillo hizo que aquella celda en penumbra se iluminara levemente. Apenas se podía ver a quien la ocupaba. Solo se la podía ver sentada al borde de la cama con los brazos entre las piernas. Se levantó pausadamente y la luz le iluminó el rostro. Era Raquel.

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