miércoles, 25 de julio de 2012

(X) 22. Consecuencias

Todas estaban en el salón comiendo como de costumbre. Nada parecía estar fuera de su sitio. Silvia comía en silencio junto a Ana, que de pronto la interrumpió de un codazo y la hizo mirar hacia donde señalaba. Dos celadoras entraron en el lugar y se acercaban prestas a la mesa donde comían Nacha y Morente. 

- ¡Arriba las dos! La directora quiere que vayáis a la celda de castigo. 
- ¿Perdón? –preguntó socarronamente Morente- Yo no voy a ir a ninguna parte. ¿Qué he hecho para que me tengan que llevar allí? 
- Eso –correspondía a la queja Nacha. 
- Sabéis bien de qué se os acusa. La directora sabe que habéis sido vosotras las que agredisteis a una reclusa el mes pasado –apuntó una de las celadoras 
- ¡Eso es mentira! - Podéis ir por las buenas o por las malas. Así que vosotras decidís. 

No se lo podían creer. Nacha y Morente miraban sentadas todavía a las dos celadoras que estaban justo enfrente de ellas con actitud autoritaria. Poco a poco, todas las reclusas iban girándose para presenciar aquella insólita escena. Pocas, por no decir ninguna, habían visto alguna vez a las dos reclusas ser castigadas. 

- ¿Quién nos ha acusado? Exijo saberlo ahora mismo –bramó Morente. 
- No exijas tanto y levántate. 
- Es increíble, increíble –decía por lo bajo Nacha mientras se levantaba seguida de Morente. 
- ¡Vamos! –gritó la segunda celadora- No tenemos todo el día. 
- Ya va, ya va… Y a vosotras –dijo Morente girándose al resto de las reclusas como si estuviera dando un discurso- os aviso. Como me entere de quién ha sido la que nos ha acusado, se puede ir preparando para lo que le espera. 
- ¡Venga, fantasma! –la empujaba la celadora- Ya tenía yo ganas de meterte un rato en la celda de castigo. 
- ¡Suelta! Sé caminar sola –mientras intentaba zafarse. 

Al salir del comedor, todas las reclusas comenzaron a cuchichear. Algunas lanzaron vítores leves por el castigo. También se escucharon otros comentarios como “aleluya” o “ya era hora”. Las más temerosas tenían miedo de la amenaza de Morente, entre ellas Ángela, que movía nerviosamente los cubiertos de un lado a otro y miraba hacia la mesa de las dos reclusas. Pero por lo general, todas se alegraban de que al fin les hubieran dado su merecido. 

Silvia se giró para ver la reacción de Raquel. Estaba impasible. Seguía comiendo de su plato y no comentaba la jugada con ninguna de las chicas que se sentaban en su mesa. Ella, en cambio, estaba feliz porque su plan había dado resultado finalmente. Lo celebró efusivamente con Ana, quien jaleaba a las demás presas con su alegría. Finalmente, tuvieron que intervenir algunas celadoras para lograr calmar aquel alboroto. 

*** 

El castigo a Nacha y Morente había cambiado el ambiente en Alcalá de Guadaira. Las chicas parecían más relajadas, menos tensas ante la ausencia de las dos reclusas. Incluso se podía decir que se oía más alegría en los corrillos de reclusas. Pero el castigo no sería eterno. La directora Jiménez las había dejado en la celda de castigo durante una semana y, en cuanto volvieran, quién sabía cómo serían las cosas. 

Silvia había aprovechado para pedirle a la directora que la mandara a la enfermería definitivamente. Le gustaba aquel lugar y no veía como un castigo tener que pasarse varias horas al día allí. Al contrario, le ayudaba a sentirse útil y a no pensar en los seis meses que tendría que estar ahí todavía. Además, el doctor Rivero era feliz teniéndola cerca. Le recordaba a la hija que jamás pudo tener y que siempre deseó. 

Silvia y él se pasaban las horas muertas hablando de todo. Política, economía, deportes… Se compenetraban muy bien y se podía decir que habían llegado a admirarse profundamente. Ella intentaba hacerle más llevadero el día a día en aquella cárcel donde había perdido su vocación y él le hablaba de lo que acontecía fuera de aquellas cuatro paredes. 

- ¿Te puedo hacer una pregunta? –dijo el doctor Rivero. 
- Claro, pregunte. 
- ¿De verdad conoces a ese periodista del Diario de Sevilla? Sigo intrigado con el tema… 

Silvia comenzó a reír a carcajadas, lo cual contestó a la pregunta del doctor. Hasta él se había creído la historia que le contó a la directora. El hombre acabó por reír con ella ante lo bien que le había salido el plan. Las risas fueron interrumpidas por una celadora que pidió a ambos que la siguieran rápidamente porque una presa necesitaba atención sanitaria. 

El doctor Rivero cogió el maletín con el instrumental y fue corriendo tras ella, seguido de cerca por Silvia, que se temía lo peor. Cruzaron media cárcel hasta llegar a la celda de la reclusa. La celadora abrió la puerta para que pudieran entrar. Y ahí estaba Ángela, inerte, mientras una sábana rodeando su cuello la sostenía en el aire. 


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(X) 21. Contra las cuerdas

Caminaba de un lado al otro del pasillo, nerviosa, preocupada. Tenía que salir bien, lo conseguiría. La puerta ante la que se encontraba se abrió de repente. La señora Jiménez la invitó a pasar con un gesto y Silvia se apresuró a obedecerla. 

- Dime, ¿qué querías hablar conmigo? –preguntó mientras tomaba asiento. 
- Verá. Usted sabe que hace tiempo que le dije que tenía que investigar la agresión de Raquel. Como no quiso hacerme caso –Silvia hizo una pausa y la directora torció el gesto- me he dedicado a investigar por mi cuenta. 
- ¡Te dije que lo dejaras estar! 
- Ya, pero no quise. No creo que le haga mal a nadie investigando qué pasó. Y si usted no quiere hacerlo, pues tendré que hacerlo yo misma. 
- Bueno y si ya lo has investigado, ¿qué quieres que haga yo? –contestó con cierta bordería. 
- Sé quiénes la atacaron y cómo se desarrolló todo. 
- ¿Y tienes pruebas para demostrarlo o simplemente has dejado volar tu imaginación detectivesca?
- No se burle de mí, le digo que sé quién lo hizo y eso es porque tengo la confesión de una persona. 
- ¿Y dónde está que no la veo? 
- Bueno, pues… -dudaba- No quiere dar su nombre, se siente en peligro. 
- A ver si me entero bien, ¿estás lanzando una acusación con un testimonio que ni siquiera quiere confesar? No hay que ser muy listo para ver que tu teoría no se sostiene. 
- Si va a seguir protegiéndolas, adelante. Pero le aseguro que no le va a hacer ninguna gracia las consecuencias. 

Silvia se levantó de la silla e hizo ademán de salir por la puerta. La señora Jiménez la paró en seco y le pidió que se quedara. 

- ¿Qué consecuencias? ¿De qué estás hablando? –por primera vez estaba preocupada. 
- Sí, consecuencias… Para nadie es un secreto que todas las personas de esta cárcel, tanto presas como el personal, están encubriendo ciertas actitudes que en otro lugar serían intolerables. 
- No te pases de lista… 
- No, no me paso de lista, digo lo que veo –continuó- Si usted no hace nada contra estas dos personas, creo que ya ni hace falta decir quiénes son, me veré obligada a tomar medidas. 
- ¿Qué medidas? ¡Explícate y deja de divagar! –estaba perdiendo la paciencia. 
- Ayer vino a verme mi madre. Le dije que aquí pasaban cosas raras, ya sabe, cosas injustas –se recostó en el asiento con la seguridad de quien maneja la situación- Y claro, le dije que si en dos días no me ponía en contacto con ella, que avisara a mi amigo Pedro. 
- ¿Quién es ese Pedro? 
- Ah, le gustará conocerlo. Es un periodista del Diario de Sevilla. Majete él, sí. El caso, que me voy por las ramas… Que si no la llamaba, mi madre llamaría a Pedro y le contaría mi versión. 
- ¿Qué versión, niña? ¡Habla claro! 
- Ay, señora directora, no la veo bien. Relájese. ¿Pues qué versión iba a ser? De cómo usted está encubriendo a Nacha y Morente. De cómo esas dos tienen a todas las presas. De su mala gestión y de lo mal que funciona esta cárcel. 
- Serás… -pegó un respingo de su asiento. 
- Yo de usted me trataría con cariño –cruzando los brazos- No querrá que mi madre le cuente a Pedro más cositas interesantes, ¿verdad? No creo que le guste a la Diputación de Andalucía todo lo que le puedo contar. Y mucho menos si pretende que le den la subvención que tanto anhela para irse de aquí, ¿no? 
- No te creo, estás de farol –dudó por un instante. 
- ¿Ah, no? Pues llame por teléfono a la redacción. Pedro González Romero. 29 años. Redactor en la sección de Política. ¿Le doy la talla de zapato o así le va bien? 
- Está bien. ¿Qué quieres? –se resignó. 
- Quiero que castigue a Nacha y Morente. Un castigo ejemplar. Usted verá cómo se lo monta, pero que paguen por lo que hicieron. No creo que le hagan falta pruebas para saber quiénes fueron. Usted misma lo sabe, pero prefiere mirar a otro lado. 
- Vale –contestó a desgana- Pero no te creas que te voy a complacer en todo lo que quieras. 
- Todo lo que quería es esto… Si lo hace, ya me habrá complacido. Dos días, no lo olvide –y salió por la puerta del despacho. 

Silvia no podía creerlo. Su plan había funcionado. Solo tenía que esperar a que la directora cumpliera su palabra y podría hacer justicia con Raquel. Le apetecía ir corriendo a contárselo, hasta que recordó que seguían sin hablarse. Toda la felicidad se tornó en melancolía. La echaba de menos, pero no sabía cómo decírselo. Pensó que era mejor que el tiempo curara las heridas porque, ¿para qué estropearlo más? 

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lunes, 23 de julio de 2012

(X) 20. El trato de Ángela

Silvia se giró para mirar quién le hablaba y se dio cuenta de que era Ángela. Al fin había encontrado el momento propicio para preguntarle por la agresión a Raquel. La chica, de pelo corto y rizado, movía las manos con nerviosismo y no la miraba para no levantar sospecha. Aquello parecía como el encuentro que se da en las películas entre el policía y el confidente. Tenían que levantar la menor de las sospechas. 

- Mira. No me voy a andar con rodeos. Quiero que me digas lo de la agresión del mes pasado. Sé que estuviste allí. 
- Yo no sé nada –hizo ademán de levantarse. 
- Sí lo sabes –la agarró por el brazo- Y como no me lo cuentes, te voy a perseguir hasta que consigas decírmelo. Puedo ser muy persistente cuando me lo propongo. 

Ángela volvió a tomar asiento en el banco y centró su vista de nuevo en el partido que estaban jugando en la cancha. Miró a un lado y al otro para comprobar que no hubiera nadie que pudiera escucharlas. 

- No puedo contarte gran cosa. Me dieron dinero para que fuera a aquella hora a la biblioteca. Solo eso. 
- ¿Quiénes? - Por favor, no puedo decírtelo. Si te lo digo, vendrán a por mí. 
- Dímelo, necesito saberlo. Entiendo que tengas miedo, pero tenemos que acusarlas para que no se vuelva a repetir esto –imploraba-. ¿Sabes que enviaron a una chica a la enfermería? 
- Lo sé, lo sé –se repetía sin mirarla- Pero no puedo hacer nada. 
- No puedo creer que seas capaz de dormir por las noches sabiendo que fuiste parte de ello. 
- Yo solo hice lo que me pidieron. En esta cárcel es mejor tenerlas contentas a que te tengan en el punto de mira –apuntó- Tú no lo entiendes. Aquella agresión no fue nada. Quiero decir, no me malinterpretes, que Nacha y Morente son capaces de mucho más… 

Ángela palideció al instante. Había delatado los nombres de las dos personas que la habían obligado a hacer aquello. Enseguida se tapó la boca y comenzó a agitar la cabeza de un lado a otro. 

- Mierda, mierda, mierda… -se maldecía una y otra vez- Ahora vendrán a por mí. 
- No, no irán a por ti. Tienes que contarle a la directora lo que me has dicho… Seguro que así hace algo y deja de encubrirlas. 
- ¿¡Es que no lo entiendes!? Aquí todos oye y miran, todos saben lo que ocurre aunque estés sola. Nacha y Morente no están aquí por delitos menores. Vienen de toda una trama organizada. Si te las buscas de enemigas, tendrás que sufrir las consecuencias. No vale con que las trasladen o con que tengas suerte y salgas de aquí –respiró un poco- Vendrán a por ti, estés donde estés. Y ahora lo harán conmigo. 
- ¿Por decírmelo a mí?
- Ellas atacaron a Raquel para mantenerla a raya. ¿No lo entiendes? Es su modus operandi. A quien de verdad va en su contra… Le hacen cosas peores –seguía nerviosa por la confesión. 
- ¿Como qué? - Como buscar algo tuyo, investigarte. Te hacen la vida imposible hasta el punto de desear la muerte –decía en tono melodramático. 
- Me parece que estás exagerando… 
- ¡Para nada! –decía Ángela- Más de una tuvo que ser trasladada porque no soportaban estar aquí de esa manera. 
- Pues eso se va a terminar –zanjó Silvia- Vas a venir conmigo para contárselo a la directora. 
- ¡Ah, no! Eso ni pensarlo… Rezo porque no se enteren de que te lo he contado. Si se lo digo a la directora, me matarán, Silvia, me matarán. 
- Pero si dices que las protegen… 
- ¿Y qué? Cuantas menos broncas tengan, mejor… -negaba con rotundidad. 
- Ángela… 
- ¡No! Y no me líes más, bastante he soltado por hoy –y se marchó dejándola sumida en un mar de incertidumbres. 

Silvia se quedó pensando en la situación de Ángela. Tenía información como para mantener su versión de la agresión, pero no contaba con el testimonio y no sabía cómo utilizarla. La directora Jiménez nunca la creería si no llevaba pruebas y en el caso de que las llevara, tampoco sabía si la creería. ¿Qué podía hacer? Necesitaba pensar algo y rápido. No le gustaba la idea de que Nacha y Morente estuvieran a sus anchas y tuvieran a aquellas mujeres dominadas. Decidido: se la jugaría. Solo esperaba que la cosa le saliera bien. 

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viernes, 20 de julio de 2012

(X) 19. La visita

Pasó un mes desde que Raquel y Silvia discutieron por culpa del encuentro en la biblioteca. Desde entonces, Silvia había intentado acercarse a Ángela para descubrir más cosas acerca del ataque a su ex amiga, pero no conseguía encontrarla a solas. Ana la ayudaba dándole alternativas, como que intentara encontrarse con ella en el patio o en la fila de la comida. Algo que pudiera llamar la atención sobre Ángela para disponer de un encuentro más privado. Pero no había forma. 

Por otro lado, los días se le hacían aburridos tras cumplirse el plazo de un mes en la enfermería que le había puesto la directora. De todas formas, Silvia siempre que podía iba a ver al doctor Rivero y le ayudaba con sus cosas. La biblioteca ni la pisaba. Sabía que Raquel estaría allí, ensimismada en sus libros, así que buscó en el deporte algo de alternativa a sus horas de ocio. 

Raquel, por su parte, había vuelto a ser la chica callada y solitaria del principio. Siempre que podía evitaba cualquier contacto con Silvia, ya fuera en la fila del comedor, en las mesas o en cualquier otro sitio donde pudiera cruzársela. Sus días se basaban en ducharse, desayunar, ir a la biblioteca, comer, volver a la biblioteca y cenar. Sabía que Silvia no iría a la biblioteca sabiendo que ella estaría ahí, así que se encerró todavía más en aquellas cuatro paredes. 

Aquella mañana, y por primera vez en el tiempo que llevaba en la prisión, Silvia recibió una visita. Una celadora entró en su celda para avisarle de que había alguien que quería hablar con ella. Bajó las escaleras acompañada de la mujer y llegó a la sala de visitas. Allí, tras el cristal, estaba su madre, con un pañuelo en la mano apretado contra su mejilla y una expresión de estupor. 

- ¡Mamá! Pero, ¿para qué has venido? Estos sitios no te hacen bien… -le dijo a su madre, que había comenzado a llorar tras el encuentro con su hija. 
- ¡Mi pequeña! Cariño, no podía dejar de venir. ¿Cómo estás? Llevo casi dos meses pensando si venir o no, pero la necesidad de verte era más grande –sollozaba- ¿Cómo te encuentras? ¿Te han hecho algo estas mujeres? Dime que no, hija, por favor. 
- No, mamá, tranquila. 
- ¡Ay, hija mía! Esto no es lo que una madre espera para su hija. Cariño, tienes que aguantar… Vas a salir pronto. 
- Mamá –la interrumpió- ¿Cómo va lo del recurso? ¿Has hablado con el abogado? 

La cara de su madre cambió radicalmente. No eran buenas noticias. El abogado que la familia había contratado intentaba encontrar algún escape legal para que su defendida pudiera salir de prisión. Al menos, obtener la libertad condicional por ser su primer delito y no tener pruebas concluyentes de que ella fuera la autora intelectual. Pero el juez que llevaba su caso era intratable e inflexible y no consiguió que le diera la oportunidad de conseguir el amparo. 

A Silvia se le vino el mundo encima. Su madre intentó explicarle que hasta pasados seis meses no había posibilidad de conseguir que el recurso fuera llevado a trámite. ¡Seis meses! Para cuando todo terminara, entre el juicio y la burocracia, ya habría cumplido su condena íntegramente. Marisa se echó a llorar al ver la cara de su hija. 

- Lo siento, cariño. No podemos hacer más. 
- Tranquila, mamá. –trató de calmarla- Todo saldrá bien. Esperaremos lo que haga falta. Tú tranquila, que aquí no tengo problemas. Todo va bien –apuntó sin terminar de creérselo. 
- Ay, mi pequeña, mi niña –se repetía una y otra vez. 

Silvia se despidió de su madre y salió por el pasillo acompañada por una de las celadoras. “Seis meses”, se repetía una y otra vez en su cabeza. Pensó en ir al patio un rato, necesitaba que le diera el aire. Se encaminó hasta allí y se sentó en un banco mientras unas cuantas reclusas jugaban al baloncesto. Estaba tan absorta que no se dio cuenta de que una de las reclusas se había sentado a su lado. 

- Ana me ha dicho que quieres hablar conmigo. Te escucho. 

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jueves, 19 de julio de 2012

(X) 18. El distanciamiento

Silvia se quedó helada al ver a Raquel en el pasillo y con los brazos cruzados. La chica la miraba esperando una respuesta y su cara reflejaba decepción y enfado a partes iguales. Silvia miró al suelo intentando encontrar las palabras necesarias para explicarse. 

- ¿No tienes nada que decir? -Raquel seguía esperando alguna reacción. 
- Tenía que venir… 
- Me prometiste que no lo harías –la increpó. 
- Y tuviste que venir a comprobarlo, ¿no? 
- ¡Ahí te equivocas! –le levantó la voz- Fui a la enfermería a hacerte compañía porque sabía que ibas a estar sola. Y al ver que no estabas allí, vine para acá pensando que no habrías sido capaz. 
- Pues sí, vine. Y además vine para investigar algo que te pasó a ti –apuntó remarcando las últimas palabras bien. 
- Ah, perdona… no sabía que tenía que darte las gracias por algo que no te he pedido y que te dije que dejaras de hacer –respondió Raquel con sarcasmo. 
- Solo quería que se hiciera justicia. Quería que castigaran a alguien por esos golpes que te dieron. 
- ¡No necesito que nadie venga a protegerme! Sé cuidar de mí misma. 
- Sí, se nota, se nota… Solo hay que ver lo bien que te cuidas –apuntó mientras la observaba de arriba abajo aludiendo a las cicatrices. 

Raquel encolerizó al oír aquellas palabras. Hubiera deseado abalanzarse sobre ella y golpearla, pero no podía. Aquellas palabras la volvieron loca de rabia. Le profirió una mirada de rencor a su amiga mientras apoyaba bien los pies en el suelo para evitar hacer una tontería. 

- No creía que fueras tan ruin de decir semejante cosa. Al final eres como todas. No entiendes nada y prefieres juzgar –y se fue por el pasillo. 

Silvia hizo el amago de seguirla, pero todavía estaba enfadada por la forma de actuar de Raquel. Sabía que se había excedido en la última frase, se arrepintió en sus adentros, pero no digo nada por remediarlo. Giró sobre sus pasos y volvió a la enfermería. 

*** 

Aquella noche, Raquel y Silvia cenaron en sitios diferentes del comedor. Silvia se sentó junto a Ana, quien aprovechó para enseñarle quién era Ángela. La chica notaba a su amiga rara y le extrañó que no se sentara con Raquel como hacía todas las noches. Silvia no dijo nada en toda la noche, a decir verdad, ni siquiera comió mucho. Ana quería preguntarle, pero no sabía hasta qué punto había recobrado su amistad y si podía tomarse esas licencias. 

- ¿Estás bien? –se animó al final. 
- Sí –contestó en un susurro sin levantar la vista del plato. 
- Pues como sigas dándole vueltas a esas patatas las vas a terminar haciendo puré. ¿Ha pasado algo con Raquel? 

Silvia levantó la vista y se dio cuenta de que su amiga la miraba desde el otro extremo del comedor. En el momento en que sus miradas se cruzaron, se esquivaron para no reconocer que estaban pendientes la una de la otra. 

- Nada, no ha pasado absolutamente nada… 
- Pero, erais tan amigas… 
- Ana, te he dicho que no ha pasado nada, ¿de acuerdo? –contestó secamente. 
- Entendido. 

Aquella noche, Silvia y Raquel no pudieron casi pegar ojo. Silvia no podía dejar de recordar todas las palabras que le había dicho a su amiga. Ésta, en cambio, no podía sacar de su mente todos los golpes recibidos mientras de fondo oía la voz de Silvia. 

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miércoles, 18 de julio de 2012

(X) 17. Las dudas se van aclarando

Silvia reconoció de inmediato la voz que le hablaba por la espalda. Era Ana. La chica no podía cerrar la boca de la impresión, no se esperaba que su informadora fuera ella. 

- Te preguntarás qué tengo que ver yo en todo esto, ¿no? –le decía sin mirarla a los ojos. 
- Hombre, algo sorprendida estoy, después de todo… 
- Llevo tiempo queriendo hablar contigo. Después de lo del castigo y demás –se sentía cohibida porque sabía que tenía parte de culpa en eso. 
- ¿Has venido para eso? 
- No, no, espera –la tomó del brazo evitando que se fuera- Déjame terminar. Quería hablar contigo, pero no pude. Ahora he venido para contarte lo que sé. 
- Habla –seguía manteniéndose firme. 

Ana miró a los lados asegurándose de que no hubiera nadie y la arrastró hacia el fondo de la biblioteca para evitar que Rosa escuchara nada. 

- El día que sucedió todo, yo estaba en el patio con otras chicas. Nacha y Morente se acercaron a una de ellas y, con una mirada, se la llevaron a otro lado para hablar. Al cabo de un rato, la chica volvió. Estaba pensativa y no dejaba de preguntar si sabíamos qué hora era. A mí todo aquello me hizo sospechar, pero no imaginé nada hasta que me enteré de lo que había sucedido. 
- ¿Crees que fue ella el cebo? 
- Estoy casi segura. En los días posteriores, Nacha se acercó a ella y le dio algo por debajo de una mesa. Creo que fue a modo de recompensa por el trabajo realizado. 
- ¿Y qué era? –preguntó inquieta. 
- No lo sé, no pude verlo. Pero no era difícil imaginar por qué se lo daba. 
- ¿Y ella se prestó tan tranquila? ¿Por qué? –seguía preguntando para intentar comprender lo sucedido. 
- Aquí es mejor no tener enemigas. Y mucho menos en Nacha y Morente. Son capaces de hacerte la vida imposible. Supongo, esto ya es aventurarme, que necesitaban a alguien que les ayudara y la chantajearon o algo. Si no, no creo que se hubiera prestado. 
- No sé por qué estás tan segura. Aquí hay gente dispuesta a todo, por lo que parece. 
- Silvia, tú no tienes maldad alguna y crees que todos son como tú, pero cuando lleves más tiempo aquí, te darás cuenta de que las cosas no son color de rosa y que sobrevivir es el único objetivo. 
- Ya veo –hizo una pausa- ¿Y quién fue? Necesito que me digas su nombre. 
- ¿Vas a hablar con ella? Deberías dejarlo estar. 
- ¡Qué harta me tenéis todas con dejarlo estar! Dime su nombre. 
- Está bien. Se llama Ángela. En la cena te digo quién es. 

Silvia se quedó mirándola en silencio. Necesitaba saber qué iba a hacer con esa información. ¿Tenía que hablar con ella? Intentaba ordenar sus pensamientos para saber cuál era el paso a dar a continuación. 

- Silvia. ¿Podrás perdonarme alguna vez? 
- No te preocupes por eso ahora –mientras le apretaba el brazo en señal de afecto. 

Las chicas se miraron y sonrieron. Habían recuperado su amistad y las dos lo agradecieron. Ana se fue de la biblioteca antes que Silvia. Después de un rato, hizo lo propio y salió por la puerta. 

- Ya veo lo que vale una promesa tuya –dijo Raquel, quien estaba esperando en el pasillo. 

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lunes, 16 de julio de 2012

(X) 16. Encuentro en la biblioteca

Silvia se quedó pensando. Raquel, que también había ojeado la nota, la sacó del ensimismamiento que le había provocado esas palabras. 

- ¿Por qué no me habías dicho que estabas investigando? ¿No te dije que era mejor que lo dejaras? 
- No puedo dejarlo –abría y cerraba el papel. 
- Pero te vas a meter en problemas. No pasa nada, ya está, estoy bien. 
- ¡No me vale! –la conversación empezaba a subir de tono. 
- Silvia, no quiero que te metas en líos… -intentaba disuadirla con un tono moderado. 

Su amiga estaba callada, entendía las palabras de Raquel y comprendía el riesgo que suponía investigarlo. Pero iba a hacerlo de todas maneras. 

- Silvia, por favor, prométeme que no irás a esa reunión –le esquivó la mirada como respuesta- ¡Eh! Que me lo prometas. 
- Está bien, no iré… 
- Promételo. 
- Lo prometo… Pero, al menos dime: ¿no has visto quién ha puesto la nota? 
- La verdad es que no –puso los ojos en blanco- Debió ser mientras esperaba en la fila. 
- ¿Y no recuerdas quién estaba a tu lado? 

Raquel la miró fijamente y con el ceño fruncido. Silvia comprendió que era mejor dejarlo. Quizá sí se estaba obsesionando demasiado con el tema, pero no soportaba que en aquel lugar las maldades se quedaran sin castigo. 

La comida transcurrió con normalidad después de la nota, pero Silvia no se logró quitar de la cabeza la idea de ir a la biblioteca. Para intentar distraerse, se fue a la enfermería a seguir ordenando los armarios. El doctor Rivero había salido a comer y no volvería hasta el día siguiente, así que podría estar tranquilamente haciendo su trabajo. 

Comenzó por las medicinas en cápsulas y luego siguió por los frascos. Pero no lograba concentrarse. Miraba cada diez minutos el reloj para ver qué hora era. Su cabeza era una pelea continua entre ir o no ir a la biblioteca. Se distrajo tanto que sin darse cuenta se le cayó uno de los frascos del estante que contenía jarabe para la tos y llenó todo el suelo de un rosa pegajoso. 

- Maldita sea –bramó. 

Fue a por la fregona y limpió aquel estropicio. Una vez hubo terminado, dejó la fregona en su sitio y se quitó la bata. Miró el reloj por última vez: eran las 17,45. Suspiró y salió de la enfermería en dirección a la biblioteca.

Iba caminando despacio por los pasillos, como intentando pensar lo que iba a hacer. Antes de darse cuenta, estaba en la puerta de la biblioteca. Abrió y vio que estaba la misma celadora que cuando atacaron a Raquel. Movió la cabeza y comprobó que no había nadie más en la sala. Por un lado, agradeció que su amiga no estuviera allí. Le había prometido que no iría y Raquel confió en su palabra, no fue a cerciorarse de primera mano de que no acudía. 

Se adentró en la sala y fue a una estantería para coger un libro y disimular ante Rosa. Miró el reloj de pared que estaba justo sobre su cabeza. Eran las seis en punto. La puerta de la biblioteca volvió a abrirse, Silvia intentó mirar entre las estanterías para ver quién era. No lo consiguió. Volvió a mirar el libro y al levantar de nuevo la vista notó que había alguien cerca. 

- Gracias por venir –le dijo una voz desde atrás. 

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viernes, 13 de julio de 2012

(X) 15. La nota

Con el paso de los días, las cosas volvieron más o menos a la normalidad en Alcalá de Guadaira. Raquel fue trasladada de nuevo a su celda y acudía de vez en cuando a la enfermería para que le miraran la herida de la cabeza y las distintas contusiones. Silvia, que todavía no había abandonado la idea de descubrir quién había atacado a Raquel, investigaba entre las presas quién fue la que alertó a Rosa, la celadora de guardia en la biblioteca, para dejar a su amiga sola. 

Ninguna de las presas soltaba prenda, como si las hubieran silenciado de golpe. Nadie había visto nada y ninguna se había enterado de la agresión, cosa improbable en una cárcel donde todas las noticias, por pocas que sean, vuelan. Raquel no sabía nada de la investigación que estaba llevando a cabo Silvia, le preocupaba más que hubiera visto sus marcas. Y aunque intentaba actuar con cierta normalidad cuando estaba con ella, sentía algo de recelo en determinados momentos. 

- ¿Te ocurre algo? –le preguntó Silvia mientras le quitaba el último punto de la frente. 
- No, no, nada… solamente estaba pensando en mis cosas. 
- Por un momento pensé que al quitarte el punto te había quitado medio cerebro –dijo con una mueca. 
- ¡Qué graciosa eres! 
- ¿Yo? Mucho. La alegría de la huerta. 

El doctor Rivero entró en ese momento en la enfermería y las advirtió de que era hora de ir a comer. Antes de que salieran por la puerta, el doctor retuvo a Silvia con la excusa de preguntarle algo sobre la enfermería. 

- Ve tú delante –le dijo a Raquel- Enseguida te alcanzo. 
- Vale –le contestó y se marchó por el pasillo dirección al comedor. 
- ¿Qué ocurre, doctor? 
- Sé que estás investigando lo de Raquel. 
- ¿Y?
- Silvia -puso tono serio a la conversación- No quiero tener que atenderte a ti también. Déjalo correr. 
- No, no puedo dejarlo correr. Usted lo vio, vio todas las cicatrices que tenía. Por no hablar de las nuevas que le saldrán ¿Cree que se merece que lo deje correr? 
- Niña, hay veces que las injusticias no se pueden solucionar. 
- Lo siento, doctor, pero en esto no le puedo dar la razón –y salió por la puerta dejando todavía más preocupado al doctor Rivero. 

Cuando llegó al comedor, todas las reclusas estaban sentadas con sus bandejas delante y dispuestas a comer. Raquel le había dejado una preparada a su lado. Silvia llegó hasta ella y le sonrió el gesto.

Las dos chicas empezaron a comer con toda normalidad. Silvia tomó su pan y cuando fue a partirlo se dio cuenta de que había un trozo de papel debajo. Miró a Raquel, que le devolvió la mirada, y lo abrió para ver su contenido. 

“Sé que estás investigando la agresión. Si quieres saber quién lo hizo, reúnete conmigo en la biblioteca a las 18.00 horas”.

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jueves, 12 de julio de 2012

(X) 14. A la defensiva

Silvia recordó el nombre por el tatuaje que llevaba Raquel en la espalda. ¿Por qué preguntaría por él? En ese momento, no supo qué contestarle. Raquel seguía diciendo palabras inconexas, producto del golpe y de haber recuperado la consciencia poco a poco. Parecía que era una pregunta sin ningún tipo de fundamento, pues al momento dejó de nombrarlo, pero Silvia se quedó intrigada por aquel nombre. 

- Raquel, –le decía el doctor - ¿recuerdas algo de lo que te ha pasado? 
- No, no sé. ¿Dónde estoy? –preguntaba desconcertada. 
- Estás en la enfermería –respondió Silvia. 
- Me duele mucho la cabeza -se puso la mano en la frente- Y el resto del cuerpo también… 
- ¿No sabes qué pasó? –preguntó Silvia. 

Cerró los ojos durante un momento y apretó los dientes en señal de dolor. Poco a poco recuperaba el conocimiento y trataba de recordar lo que le había sucedido. 

- Estaba en la biblioteca. Recuerdo que me levanté para coger un libro de una estantería… Y ya no recuerdo más. 
- Te atacaron. ¿No pudiste ver nada? –preguntó el doctor. 
- Nada… Solo recuerdo verlo todo negro y hasta aquí. 
- Pues eso no nos ayuda mucho –añadió Silvia con pesadumbre. 
- Déjalo estar, ya has oído a la directora –apunto el doctor Rivero- Bueno, Raquel, ahora te vas a quedar aquí unas horas y en cuanto veamos que estás mejor, te llevaremos a tu celda. 
- Gracias, doctor –dijo en un susurro. 

El doctor prefirió dejarlas solas un rato mientras él volvía a su escritorio a ojear unos informes médicos. Silvia se sentó junto a Raquel mientras ésta todavía miraba de un lado a otro aturdida. 

 - ¿Te encuentras algo mejor? 
- Pssss… -decía sin dejar de sujetarse la cabeza- Me duele bastante. 
- ¿Quieres que le diga al doctor que te dé un calmante? 
- No, está bien así. ¿Cuánto tiempo llevo aquí? 
- Como una hora –apuntó. 
- ¿Y habéis tenido que revisarme? –preguntó temerosa como si supiera que su secreto habría sido descubierto. 
- Sí… -la miró compasiva. 

Raquel torció el gesto e intentó girarse dándole la espalda a Silvia, aunque con dificultad por las contusiones que tenía. No le gustaba la idea de que tanto el doctor Rivero como ella hubieran visto sus marcas. No quería sentir la compasión de nadie. No quería que le preguntaran nada y mucho menos quería tener que dar explicaciones de su vida. 

- Si no quieres hablar de ello… No pasa nada –dijo Silvia poniéndole la mano en el hombro. 

Su amiga no contestó, simplemente movió el brazo y evitó el contacto con la mano de Silvia. Fue un gesto brusco que hizo que Silvia reculara y se levantara de la camilla donde estaba sentada. Quizá no tendría que haber dicho nada. Pero tampoco era normal que Raquel reaccionara así. 

- Mejor me voy –dijo Silvia- Veo que no te sirvo de mucho aquí y que has vuelto a cerrarte en banda. 
- Espera… -le dijo Raquel dándose la vuelta- No es eso. 
- No, claro que no es eso… Lo que ocurre es que teníamos que examinarte bien porque tenías el cuerpo lleno de contusiones… Y en lugar de darnos las gracias por atenderte, lo único que haces es poner mala cara cuando nadie te ha preguntado por esas cicatrices. 
- Lo sé –agachó la cabeza- No me gusta hablar de ello. 

Silvia comprendió que Raquel intentaba disculparse de la mejor forma que podía. No podía negar que le intrigaban aquellas cicatrices y que deseaba saber qué ocurrió para que las tuviera, pero también comprendía que con Raquel era mejor no presionar. Si algún día quería decir algo, tendría que ser por sí misma y no porque la obligaran. 

Y luego por otro lado estaba David, aquel nombre en el tatuaje que Raquel llevaba en la espalda y la forma en que lo había reclamado al despertar de la conmoción. No sabía si debía preguntar, pero algo le decía que tanto las cicatrices como el nombre estaban íntimamente relacionados. 

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miércoles, 11 de julio de 2012

(X) 13. Sin castigo

Mientras el doctor Rivero curaba las contusiones de Raquel, Silvia la sostenía sin dejar de mirar aquel tatuaje y todas las marcas de su cuerpo. ¿Sería por eso por lo que no quería llevar el uniforme de verano? ¿Tanto se avergonzaba de aquellas marcas? ¿Había algo más? Tantas preguntas y sin respuesta. Silvia comprendió que lo importante ahora era curar a su amiga. Ya habría tiempo para saber todo aquello que le rondaba la mente. 

- Tiene una contusión fuerte. No creo que sea nada grave –apostilló el doctor. 
- ¿Pero tardará mucho en despertar? 
- No, no lo creo. De momento es mejor que repose aquí y luego veremos –dijo mientras se quitaba los guantes. 
- Doctor… ¿cree que han sido ellas? 
- ¿Quién si no? –puso los ojos en blanco- Ya te he contado cómo se las gastan. ¿Sabes si Raquel les había hecho o dicho algo? 
- Tuvieron un altercado esta mañana, pero fueron ellas las que vinieron provocándola. Además… 
- Además, ¿qué? 
- Creo que venían por mí y no por ella… -dijo con recelo. 
- Silvia, tienes que entender algo. Aquí no hay amigos. Porque en el momento que tienes enemigos, los amigos también están en el punto de mira. 

Aquello no le gustó. ¿Habría tenido ella la culpa de la agresión a Raquel? ¿Nacha y Morente se habían desquitado con ella al no poder hacerlo consigo? Un sentimiento terrible de culpa la invadió. Se giró hacia su amiga todavía inconsciente y le apartó un mechón de la cara. No quería que le volviera a pasar nada malo, no se lo merecía, y menos si era por protegerla a ella. 

La puerta de la enfermería se abrió. Era la señora Jiménez, que había sido alertada por la celadora y quería comprobar el estado de salud de Raquel. 

- A ver, ¿qué ha pasado aquí? ¿Cómo está? 
- La han atacado por sorpresa –contestó el doctor- Está todavía inconsciente. 
- ¿Pero está bien? Quiero decir, no es grave, ¿no? 
- Es una conmoción, pero volverá en sí enseguida. No se preocupe. 
- Bien, bien –dijo mientras jugaba con su reloj de pulsera- ¿Quién ha sido? ¿Lo saben? 

Silvia y el doctor se miraron. No tenían la respuesta clara, pero tampoco tenían muchas dudas sobre la autoría de la agresión. 

- Seguramente, Nacha y Morente –dijo Silvia. 
- ¿Cómo lo sabes? –preguntó haciéndose la sorprendida, como si las dos reclusas fueran un dechado de bien. 
- No hace falta ser muy inteligente. 
- Y tampoco pasarse de lista… -se paró por un instante- Como no hay pruebas y nos estamos basando solamente en suposiciones… no puedo hacer nada. 
- ¿¡Qué!? ¿Pero no va a hacer ninguna investigación? –puso el grito en el cielo- Pregúntele a la celadora quién la avisó para que saliera. Seguro que fue alguna de las dos. 
- Ya he hablado con ella y para tu información no fueron ni Nacha ni Morente quien la alertaron… 
- Pero eso tampoco es relevante… quiero decir… pudieron habérselo pedido a otra –apuntó- Pregúntele a ella cuando despierte… 
- Y me dirá que fueron ellas y tendré que castigar a alguien sin pruebas… 
- ¿No es lo que hace usted siempre? –bramó. 
- Estoy harta de tus intrigas. Te digo que no se puede hacer nada más… -se acercó a su rostro- Es mi palabra. Y mi palabra aquí es ley, ¿lo entiendes? 

El doctor Rivero tomó del brazo a Silvia para hacer que se calmara. La directora sonrió con toda normalidad y abandonó la enfermería no sin antes decirle al doctor que la avisara cuando despertara Raquel. 

- Esa odiosa mujer –masculló Silvia. 
- Ya te he dicho que aquí poco se puede hacer. 
- ¡No es justo! 

Raquel interrumpió su queja con un murmullo. Estaba recuperando la consciencia y decía cosas sin sentido. Apenas se la podía entender. Silvia corrió a su lado para que no se asustara cuando despertara del todo. 

- Raquel, estás en la enfermería –le dijo con cuidado. 
- ¿Dónde ésta él? –seguía aturdida. 
- ¿Quién? 
- David, ¿dónde está?

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martes, 10 de julio de 2012

(X) 12. Por la espalda

El doctor Rivero cogió su maletín y se dispuso a seguir a la celadora. Antes de salir por la puerta le hizo un gesto a Silvia con la cabeza para que le siguiera. 

Los tres corrieron pasillo arriba para llegar a la biblioteca. No había nadie en ella. Silvia y el doctor Rivero seguían los pasos de la celadora a través de las estanterías hasta que llegaron al final de la sala. Ahí, tendida en el suelo, con una brecha en la cabeza e inconsciente, estaba Raquel. 

Silvia contuvo la respiración durante un instante y mientras contemplaba la imagen de su amiga en el piso, apretó los puños con fuerza a sabiendas de quiénes habían sido las culpables. Miró a su alrededor y el suelo estaba lleno de libros. Una de las estanterías estaba casi volcada y todo su contenido esparcido por todas partes. 

- ¡Silvia! Ayúdame, rápido. Pásame gasas. 
- Sí, doctor –mientras abría el maletín y sacaba lo que le pedía. 
- ¿Pero se puede saber qué le han hecho? –preguntó el doctor a la celadora. 
- Alguien se ha ensañado con ella. La culpa es mía –decía la mujer- no tenía que haber salido de aquí. 
- ¿Y por qué salió? – le reprochó Silvia. 
- Me dijeron que me reclamaban en dirección y salí –se excusó. 
- ¿Y usted es tan estúpida para creerse semejante mentira? –le gritó Silvia. 
- ¡A ver, por favor, esta mujer necesita atención, no que estén discutiendo por qué pasó y quién tuvo la culpa! –cortó de raíz el doctor. 

Una vez el doctor Rivero le curó la herida de la cabeza, mandó a las dos mujeres que le ayudaran a llevarla hasta la enfermería. 

- Rosa, vaya a avisar a la directora de lo sucedido –le pidió el doctor. 
- Sí, sí, doctor. 
- Eso, vaya a hacer algo en condiciones –murmuró Silvia enfadada mientras la celadora abandonaba la enfermería. 
- Vale ya, Silvia.
- No, no vale, ¿acaso no se da cuenta de cómo se encuentra? ¡La han atacado por su culpa! 
- Un fallo lo tiene cualquiera… Ahora lo que tenemos que hacer es curarle las heridas. De nada vale echarse las culpas. 

Raquel seguía sin volver en sí a causa del golpe de la cabeza. Silvia y el médico procedieron a desvestirla para poder reconocerla y comprobar que no tuviera ninguna herida más. Les costó bastante quitarle el uniforme. Llevaba varias capas de ropa a pesar del calor que hacía. Silvia ya se dio cuenta de ello la primera vez que la vio y no entendía por qué iba tan tapada. 

En el momento en que la despojó de la última prenda comprendió por qué llevaba toda aquella ropa. Tenía el torso lleno de cicatrices y en su brazo izquierdo, desde el codo hasta la muñeca, se deslizaba una enorme quemadura que había dejado marca en su antebrazo. Silvia no se lo podía creer. El cuerpo de su amiga era como un mapa enorme, un mapa del dolor que la recorría de arriba abajo. Ahora, tras la agresión sufrida en la biblioteca, Raquel tenía fuertes contusiones a la altura de las costillas. 

- Dios santo, la han dejado hecha un cromo… Aunque no es la primera vez, por lo que parece –agregó con pesadumbre. 
- ¿Qué le ha pasado, doctor? 
- Sea lo que sea, te aseguro que no fue en la cárcel. Lo recordaría… 

Una vez terminaron de comprobar el torso de Raquel, la giraron para mirarle la espalda. Allí también había más cicatrices de su pasado, pero no fue lo que más llamó la atención de Silvia. A la altura del hombro derecho había un pequeño tatuaje. Un chupete de unos cinco centímetros y con un nombre bordeándolo: David.

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lunes, 9 de julio de 2012

(X) 11. Ten cuidado

Silvia empezó a organizar aquella enfermería. Había tanto por hacer que le llevaría varios días ponerlo todo en orden. Comenzó por colocar todos los libros y recortes de periódicos a un lado. Era increíble que el doctor Rivero tuviera tal cantidad de información desparramada por ahí. El médico, mientras tanto, se mantenía sentado en su escritorio mirando por encima de sus gafas polvorientas los historiales de algunas de sus pacientes. 

- Oiga, oiga –llamó su atención Silvia- ¿Acaso cree que mi misión es estar aquí limpiándole la enfermería? Haga el favor de levantarse y echarme una mano. 

El doctor la miró con sorpresa, pero enseguida se levantó a ayudarla. Le gustaba su carácter, no se dejaba dirigir fácilmente y sabía poner orden cuando hacía falta, algo que le vendría muy bien a la enfermería. 

- ¿Lleva muchos años aquí, doctor? –preguntó Silvia mientras colocaba arriba del estante unos frascos. 
- Tantos que ya ni recuerdo… 
- Sé lo que quiere decir. ¿Tiene familia? 
- Tenía. Mi mujer falleció hace unos años –El rostro se le entristeció y la voz se le quebró por un momento. 
- Vaya, lo siento. ¿No tuvieron hijos? 
- Nunca pudimos. Lo intentamos durante años, pero jamás pude darle esa alegría –sus ojos empezaron a nublarse. 

Silvia se compadeció de aquel hombre. Su aspecto bonachón, su figura encorvada y menuda, aquella barba espesa y sus gafas diminutas escondían un hombre de grandes sentimientos al que la vida había machacado varias veces. No supo exactamente cómo reaccionar, así que dejó su mano en la espalda del doctor para reconfortarlo. Rivero agradeció aquel gesto y, una vez que se serenó, volvieron a ordenar aquella enfermería. 

- ¿Y tú? –preguntó el doctor al cabo de un rato- ¿Tienes familia? 
- Solo tengo a mi madre. Mi padre nos abandonó cuando yo tenía seis años. 
- Lo siento mucho. 
- No, esté tranquilo, es algo que ya está superado. Mi madre ha sido un gran apoyo para mí y no he necesitado de nadie más. 

Silvia y el doctor Rivero estuvieron conversando durante largo rato. Ella le contó los motivos de su encarcelamiento y cómo habían transcurrido los primeros días en el lugar. 

- Debes tener cuidado, niña –le previno- No sabes cómo se las gastan esas dos. Nacha y Morente son de lo peor de esta cárcel. 
- ¿Por qué? Lo que parece es que son unas fanfarronas. 
- Ten mucho ojo. Puede parecer que se les va la fuerza por la boca, pero te aseguro que son peligrosas. A más de una ya se lo hicieron pasar mal. 
- ¿Qué ocurrió? –sentía curiosidad y a la misma vez algo de temor. 
- Les gusta ir a por las nuevas. Es su entretenimiento. Primero, les hacen alguna jugarreta para incriminarlas ante la directora, como hicieron contigo.
- Ya veo... –masculló. 
- Luego, según cómo responda la susodicha, actúan en consecuencia. 
- No lo entiendo… 
- Si ella no las inculpa o no se defiende, la dejan tranquila… -hizo una pausa. 
- ¿Y si no? –preguntó dubitativa. 
- Si no, le hacen la vida imposible hasta que consiguen quitársela de encima… 
- ¿Se la cargan? 
- No les hace falta tanto como eso. Pero consiguen hacerle la vida imposible y hacen que la trasladen o que lo poco o mucho que le quede en este lugar se lo pasen atemorizadas. 
- ¿Es que nadie se ha dado cuenta nunca de esto? –inquirió Silvia. 
- La directora hace un poco oídos sordos. Es consciente de que Nacha y Morente también ayudan a que las cosas estén tranquilas y nadie se rebele. 
- ¡Pero si son ellas las que se rebelan! 
- ¿Prefieres a 200 mujeres rebeladas o solo a dos? 

Silvia calló al darse cuenta de que la respuesta era clara. La directora prefería que las cosas no se salieran del tiesto y por eso permitía los atropellos de Morente y de Nacha. Las dos reclusas sabían que contaban con el beneplácito de la señora Jiménez y se dedicaban a extender la ley del terror con toda presa que se les pusiera por delante. Y ahora tenían un objetivo claro. Ella misma. 

El doctor Rivero la miró mientras seguía colocando medicinas en sus correspondientes cajones. Sabía que lo que le había dicho la había dejado intranquila, pero tenía que advertirle del peligro que suponía llevarse mal con ellas dos. 

- ¡Rápido, doctor! –gritó desde la puerta una celadora que apareció en el lugar como una exhalación. 
- ¿Qué ocurre? 
- ¡Es una de las presas! Está herida, la han atacado –apenas podía hablar tras el esfuerzo. 
- ¿Quién ha sido? ¿A quién? 
- No sé quién ha sido, salí un momento y no pude verlo. Ha sido en la biblioteca.

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viernes, 6 de julio de 2012

(X) 10. La advertencia

El barullo llamó la atención de las celadoras, que rápidamente se dispusieron a disipar la algarabía que se había producido en el salón. Raquel y Morente no llegaron a las manos por muy poco, pero las miradas que se profesaban dolían como golpes. Morente mascullaba algo en susurros, a modo de advertencia. Raquel, por su cuenta, aunque estaba siendo sujetada por Silvia y una celadora, no dejaba de hacer aspavientos intentando soltarse para abalanzarse contra ella. 

Enseguida se personó ante ellas la directora acompañada de la celadora jefe. Venían las dos con caras de pocos amigos y proliferando gritos para evitar que alguna volviera a armar follón. 

- ¿Otra vez tú? –señaló la directora mirando a Raquel- Me estoy empezando a cansar de ti. 
- No ha hecho nada. Ha sido ella, que ha venido a provocarla –respondió Silvia. 
- ¿Tú también tienes que decir algo? Si eres igual que ella… -apuntó seria. 
- Por favor, directora –volvió a intervenir Silvia- le digo la verdad… Estábamos aquí tranquilas y fueron ellas dos las que se acercaron a provocarla. Créame. 

La directora comenzó a dudar. Es cierto que Nacha y Morente no es que fueran exactamente dos reclusas modélicas. Raquel tampoco lo era y la nueva… Bueno, la nueva tampoco era santo de su devoción. Pero, por primera vez, decidió creerla. 

- Vosotras dos –dijo con seriedad a Nacha y Morente-, hoy os quedáis sin desayunar y esperad que no os deje también sin comer y cenar. Os libráis de la celda de reclusión porque me pilláis de buenas. ¡A vuestras celdas, vamos! 

Morente se giró hacia Silvia y le dedicó la peor de sus miradas. Raquel se quedó mirándola y pudo leer en sus labios un “me las vas a pagar”. Silvia respiró tranquila al ver que su amiga se había librado del castigo, pero sintió inquietud ante la advertencia que le hizo Morente. Si no le tenían manía ya de primeras, ahora que tenían una excusa, se temía lo peor. Aun así, intentó que su cara no reflejara preocupación. Las presas fueron volviendo poco a poco a sus lugares mientras que Raquel y Silvia tomaron asiento en aquella mesa. 

- Gracias por defenderme. Nadie lo había hecho nunca –le dijo Raquel agradecida. 
- No hay de qué. Al fin y al cabo, es lo que hacen las amigas… -respondió asegurándose de que Ana, que justamente caminaba por su lado de vuelta a su mesa, la escuchaba. La chica agachó la cabeza ante el comentario. 
- De todas formas, gracias. Y date por satisfecha, no suelo ser tan amable. 
- Eso dices tú –rió Silvia- Conmigo te estás volviendo más blandita. 

Raquel arqueó las cejas ante aquel comentario, pero no pudo protestar. Era cierto que Silvia conseguía sacarle cosas buenas, quizá no tanto como se podía, pero al menos evitaba ser borde con ella. Las dos chicas continuaron charlando durante todo el desayuno y, una vez terminado, se separaron para hacer sus respectivas tareas. 

*** 

Las reclusas de la cárcel de Alcalá de Guadaira no tenían demasiadas obligaciones. Eran libres de ocupar su tiempo en lo que quisieran, siempre y cuando tuvieran en cuenta los horarios de las comidas, las visitas de los estamentos oficiales y el cierre de las luces. Se les pedía que respetaran las normas, pero también tenían ciertos privilegios, por llamarlos de alguna manera, dentro de la cárcel. El patio, donde podían practicar deporte por las mañanas y la biblioteca, donde disponían de cientos de libros sobre varios temas, eran algunos de ellos. Para unas mujeres a las que les parecía que el tiempo no avanzaba en aquellas cuatro paredes, la mínima distracción les hacía más llevadero el encierro. 

Raquel era de las que solía pasarse las horas enteras en la biblioteca. Devoraba libro tras libro con avidez. Su mundo interior estaba repleto de historias y de conocimientos de aquellos ejemplares raídos y gastados. Así que, en cuanto terminó de desayunar, fue directa la biblioteca a seguir leyendo libros sobre Sociología, que era el tema que la ocupaba ahora. 

Silvia por su parte, se encaminó hacia una de las celadoras y le pidió que le señalara dónde estaba la enfermería para empezar a hacer su trabajo. Una vez hubo llegado, tocó a la puerta y entró en el lugar. 

- Buenos días 
- Buenas, ¿tú quién eres? –le preguntó un señor con barba que la miraba por encima de las gafas desde su escritorio. 
- Me llamo Silvia Rodríguez, me ha dicho la directora que desde hoy sería su ayudante. 
- ¡Ah! –exclamó- Algo me dijo. ¡Qué cabeza la mía! –espetó mientras se dio un pequeño manotazo en la frente- Soy el doctor Rivero. 

Era un médico mayor, de pelo canoso, barba profunda y gafas a la altura de la punta de la nariz. El típico médico que cualquiera podría equiparar a un viejo curandero de pueblo, cansado de llevar en sus bolsillos la experiencia de los años de profesión y la desgana de estar entre cuatro paredes atendiendo a presas día sí, día también. La enfermería, que también tenía parte de despacho, estaba hecha un verdadero desastre. Libros de medicina por todas partes, instrumental desordenado y polvo a más no poder. Silvia sintió náuseas de solo ver aquel lugar. 

- Como puedes ver –dijo al verle la cara de asco- necesito mucha ayuda. 
- ¿Ayuda? Doctor, usted necesita una reforma profunda. 

El médico rió ante la ocurrencia y le tendió una de las batas que colgaba del perchero. Silvia supo en aquel instante que no se aburriría precisamente. Lo que no sabía era hasta qué punto iba a estar ocupada.

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jueves, 5 de julio de 2012

(X) 9. Salida de las sombras

El tiempo avanzaba en aquella celda de castigo sin que pudieran saber exactamente cuánto había transcurrido. Silvia y Raquel intentaban pasar el tiempo de la mejor manera posible. Para desgracia de la señora Jiménez, aquel castigo no fue tan duro para Silvia como creía, sino que hasta le brindó la oportunidad de conocer a Raquel, al menos lo que le dejaba entrever. 

Unos pasos se oyeron provenientes del pasillo. La puerta de la celda se abrió y apareció la directora frente a ellas acompañada por dos celadoras. Con gesto serio movió la cabeza invitándolas a levantarse y a salir de aquella celda. 

- Vais a volver a las vuestras –dijo de mala gana. 
- ¿Por qué? ¿Ya se ha terminado el castigo? –preguntó Silvia. 
- No quiero tener que preocuparme de vosotras y aquí estáis de cháchara, así que mejor que cada una a su celda y punto. 

Las celadoras las acompañaron en direcciones opuestas a las celdas que les correspondían. La señora Jiménez se acercó a Silvia antes de que ocupara la suya. 

- Y tú… -dijo mientras la señalaba con el dedo- No te creas que te vas a librar tan fácilmente. Vas a estar un mes trabajando en la enfermería. Ya que le hiciste una brecha al inspector, te dedicarás a curar a todas las presas que lo necesiten. A ver si aprendes. 

Silvia lo aceptó de buena gana, aun sabiendo que no tenía la culpa de nada. Todavía necesitaba saber por qué aquellas dos mujeres habían decidido tenderle la trampa y por qué Ana no la había ayudado ante la directora. Pensó que estar en la enfermería le ayudaría a hacer más llevadera su estancia en aquel lugar, así que no le pareció tan tremendo. 

*** 

A la mañana siguiente, Silvia y Raquel volvieron al comedor con total normalidad a la hora del desayuno. Ana sabía que a Silvia la habían soltado de la celda de castigo y esperó que se sentara con ella para desayunar. Quería pedirle perdón por todo lo sucedido y necesitaba hablar con ella. 

En cuanto la mayoría de las presas se sentó, Silvia empezó a mirar por encima de todas ellas a ver si encontraba a quien buscaba. Ana empezó a hacerle gestos para que mirara hacia ella. Al verla, salió dispuesta a sentarse. Ana sonrió cuando pasó por su lado, pero, para su sorpresa, no se sentó junto a ella. Continuó caminando hasta el final del salón y se sentó en la silla contigua a la de Raquel, que ya estaba acomodada. Ana se quedó completamente muda. 

- ¿Qué tal la vuelta a la celda? –preguntó con media sonrisa a Silvia. 
- Bien, bien… Luminosa -sonrió-. Hoy me toca enfermería. 
- ¿Y eso? 
- Daños colaterales del levantamiento del castigo… 
- Pues qué faena. 
- No, si hasta le veo su puntito… 

Justo en ese momento, las dos presas que habían urdido el plan del inspector, Nacha y Morente, se acercaron a la mesa donde estaban sentadas Silvia y Raquel. 

- Vaya, vaya, vaya –dijo Nacha de forma socarrona- Dios las cría y ellas se juntan. 
- ¡Lárgate de aquí! –espetó Raquel. 
- Uy, si tiene humitos… Quién lo diría viéndote siempre tan callada –apuntó Morente. 
- A ver si a las que tengo que callar es a vosotras –dijo Raquel mirándolas con rabia desde su asiento y apretando los puños. 
- ¡Qué miedo me das! –dijo Morente- Deberías buscarte mejores amistades. Las hay que roban, pero otras matan… y yo de ti vigilaría mi espalda–terminó mirando a Silvia. 

Raquel saltó de su silla como un resorte y Silvia tuvo que sujetarla del brazo para controlar su furia. Mientras, el resto de las presas se había percatado del barullo y comenzaron a gritar alentando la pelea.

<< 8. La historia de Silvia                                                           10. La advertencia >> 

miércoles, 4 de julio de 2012

(X) 8. La historia de Silvia

Raquel estaba dormida cuando los jadeos y los gritos de Silvia la despertaron. En la oscuridad de aquella celda que, en contra de su voluntad, tanto conocía, logró hacerse hueco para alcanzar la cama de la chica. Una vez llegó hasta ella, la tomó entre los hombros y la despertó con suavidad. Estaba empapada en sudor y no dejaba de gritar. Le dijo que no estaba bien y era cierto, no hacía falta ser muy listo para darse cuenta de ello. Se sentó a su lado dejando la espalda apoyada en la pared y esperó a que se tranquilizara.

- ¿Estás algo mejor? –le dijo poniéndole la mano en la frente.
- Sí –respondió algo más relajada- Ha sido solo una pesadilla.
- Pues vaya pesadilla… Parecía que te estuvieran matando…
- Más o menos –susurró.

Silvia se acurrucó rodeando sus piernas con los brazos y soltó un leve gemido como si fuera a echarse a llorar. Raquel se quedó sin saber qué hacer. Así que optó por que el instinto se dejara llevar. La abrazó con cuidado y la consoló como buenamente pudo.

- ¿Qué pasa, niña? –le preguntó.
- Es parte de mi pasado. Parte de algo que no consigo arrancar y es el motivo por el que estoy aquí –se atrevió a decir entre sollozos.
- ¿Quieres contármelo? –volvió a preguntar mientras le enjugaba las lágrimas.

Raquel se estaba mostrando lo más dulce que podía con Silvia. Hacía mucho tiempo que no era tan considerada con nadie, pero comprendió que en ese momento necesitaba desahogarse, necesitaba sentirse segura y necesitaba que la escucharan y trató de hacerlo lo mejor que pudo. Silvia se mantuvo en silencio, suspiró y se aventuró a contarle su historia.

- Todo comenzó hará dos años –resopló- Acababa de terminar la carrera de ADE y entré a trabajar como becaria en la sucursal de un banco de Sevilla. Era el sueño de toda mi vida, hacerme un hueco en una empresa e ir aprendiendo.
- Me imagino.
- Las cosas iban bien, me empezaron a dar más responsabilidades y, al año de estar trabajando, me contrataron de forma indefinida –continuó.
- Todo bien, ¿no?
- Eso creía yo. Al contratarme, pasé a estar bajo las órdenes de la directora de la sucursal, Blanca. Me convertí en su mano derecha al ganarme su confianza. Estaba muy contenta con mi trabajo y me dio muchas responsabilidades. Demasiadas –apuntó con amargura.
- ¿Te la jugó?
- Sí. Hubo una serie de contratos, unas transferencias entre varias cuentas procedentes del extranjero... Cuentas millonarias que necesitaban el visto bueno de la directora. Pero ella no estaba, se fue de viaje y me dijo que me encargara yo de todo. Intenté hacerle ver que era necesaria su firma, que yo le mandaba el fax y que ella me lo reenviara con su firma, pero no me cogía el teléfono –la voz se le iba quebrando- Te juro que intenté de todas las formas posibles hacer algo, pero no hubo manera.
- Y firmaste en su nombre…
- Fue una estupidez, no sé por qué lo hice. Ella me dijo que no pasaría nada y yo la creí. Pero luego, cuando llegó de su viaje, no era la misma. Estaba extraña conmigo, distante, me evitaba. Al principio no le di importancia, pero luego lo entendí todo. A los dos o tres días llegaron unos policías, eran de la brigada financiera, dispuestos a hacer un registro porque el dinero de las cuentas millonarias había desaparecido.
- ¿Te acusaron?
- Ellos no… Fue Blanca. Como era la responsable de la sucursal, todo papel tenía que pasar por sus manos… Pero ella dijo que no había firmado nada, que no era cosa suya. Y me inculpó –se echó a llorar.
- ¿Les contaste que ella te dijo que lo hicieras?
- ¡Claro que sí! Pero no me creyeron. Solo estaba mi firma y mi responsabilidad de que ese dinero llegaría a donde se suponía.
- Pero harían algún registro o algo para ver dónde lo tenías… Vamos, digo yo.
- Registraron mi casa tres veces, la casa de mi madre… No encontraron nada –respondió serena.
- ¿Entonces?
- Nada, se quedaron con los papeles firmados, mi confesión y con la de ella. Blanca tiene muchos contactos en la justicia, su padre es magistrado. Puedes imaginarte el resto…
- ¡Pero es que eso es una injusticia! –saltó enseguida de la impotencia.
- ¿Entiendes ahora por qué te digo que soy inocente? –volvió a llorar.
- Claro que lo entiendo…

Raquel la abrazó intentando que dejara de llorar. Eran tan injusto lo que le había ocurrido… Desde aquel momento, la chica se propuso una meta: iba a dedicar su tiempo a proteger a Silvia. Pasara lo que pasara.

martes, 3 de julio de 2012

(X) 7. Verdades y secretos

Desde que entró allí, todo parecía decirle que Raquel era peligrosa. Ana y sus historias, la propia forma de ser de la reclusa… Pero sabía que era pura fachada, al menos, ahora lo sabía. Quizá fuera el autoconvencimiento para no estar en aquella celda muerta de miedo por si le hacía algo, pero Silvia estaba dispuesta a correr ese riesgo. Por mucho que Raquel se mostrara tan misteriosa, algo le decía que no era para tanto. Quería que le contara realmente lo que pasó, quería poder confiar en ella, y para ello necesitaba ganarse su aprecio. 

- Entiendo tu postura, si no quieres hablar de ello, no lo hagas –respondió con tranquilidad. 
- ¿En serio? –parecía sorprendida. 
- Claro, tú misma… No te quiero obligar a que me cuentes algo que no quieres. Pero entonces no esperes que los demás te contemos nada a ti. 
- ¿Es que no puedo querer callarme y no contar nada? –replicó 
- Claro que puedes, estás en todo tu derecho. Pero luego no te quejes si hay habladurías varias… 
- Como si me importara… 
- Sí te importa. Aunque te hayas creado esa imagen de malota, a mí no me engañas. 
- ¡Tú no sabes nada de mí!–levantó la voz. 
- Porque no dejas que nadie sepa nada de ti… Prefieres vivir en la intriga continua y en lo que diga la gente… ¿Qué es lo que ocultas? ¿Tan horrible fue lo que hiciste? 

Por un instante, Raquel se mantuvo callada. El silencio, al igual que la oscuridad, invadió todo el lugar. Cerró los ojos con fuerza y una pequeña lágrima se deslizó por su mejilla. En su mente, la imagen de sus manos manchadas de sangre y el cuerpo de su marido inerte en el suelo se le aparecía una y otra vez. Abrió de nuevo los ojos para borrarla y se enjugó la única lágrima que había soltado. 

- No te importa –respondió al tiempo que se dejó caer sobre la cama y se puso de espaldas a Silvia. 
- Está bien, como tú quieras. 

Silvia se sintió mal por haberla presionado a decir algo que no quería. Se recostó también sobre su cama y dejó la mente en blanco por un instante. Raquel, en su cama, tampoco hacía movimientos. Ni siquiera se la oía respirar. 

Sin apenas darse cuenta, Silvia acabó durmiéndose durante unas horas. Mientras recorría los brazos de Morfeo, tuvo varias pesadillas. En todas salía la misma mujer. Alta, con el pelo largo y claro, vestida de traje de chaqueta, le tendía la mano. Silvia se acercaba a ella, le tomaba la mano y justo cuando la alcanzaba, el suelo que había bajo sus pies se abría y caía por un precipicio. Mientras iba cayendo, la risa de la mujer retumbaba en sus oídos. 

Antes de tocar el suelo se despertó entre sudores fríos y con el corazón agitado. Notaba unas manos rodeándole los hombros y pensó que era la mujer de cabello claro. 

- ¡Silvia, Silvia! ¿Estás bien? –Raquel había ido hasta su cama y la sostenía con sus brazos- No parabas de gritar… 
- No, no… No estoy bien –llegó a pronunciar entre los jadeos.

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lunes, 2 de julio de 2012

(X) 6. Conversando

Pensó que lo mejor era preguntarle cómo se llamaba. Así podría romper el hielo y no era una pregunta extrañamente comprometida para que ella se negara a contestarla. 

- Raquel – le contestó, ni siquiera mostró el más mínimo interés por saber el suyo. 
- Ah, pues yo me llamo Silvia… Encantada. 

Pensó tenderle la mano, pero resultaba estúpido hacerlo en un lugar donde apenas entraba luz. Silvia era muy cuidadosa en cada paso que daba, no quería enfurecerla.

- ¿Llevas mucho tiempo aquí? 
- Cinco años –tardó en contestar y volvió a quedarse callada sin efectuar pregunta alguna. 
- Yo llegué hace poco… 
- Lo sé –la interrumpió. 
- ¿Lo sabes? –preguntó sorprendida. 
- Sí. 
- Pero… 
- Que no hable con la gente no significa que no me fije en quién hay o quién viene. 

Aquello la descolocó. Raquel era una persona tan callada, tan dentro de su mundo, que Silvia no pensó que fuera a reparar en su presencia. Y menos teniendo en cuenta que su encarcelamiento no había sido nada del otro mundo. Pero Raquel sí había visto su llegada, quizá no por nada en especial, pero aquella mañana en el comedor, cuando sus ojos se cruzaron, se dio cuenta de que no había visto esa mirada nunca en aquella prisión. Nunca había visto la mirada de alguien que no fuera culpable, que no supiera qué hacía allí, que jamás hubiera cometido un delito. Y en Silvia la vio. 

- Vaya… -soltó algo cortada- Supongo que debo sentirme halagada… 
- ¿Por qué lo dices? –espetó Raquel. 
- Porque no esperaba que alguien que siempre está en una burbuja reparara en mí –Silvia decidió pasar al ataque esperando una reacción. 
- ¿Cómo sabes que siempre estoy en una burbuja? –contestó algo ofendida. 
- Que sea nueva no significa que no me fije en quién hay o en lo que hace. 

Touché. Le había salido bien la jugada. Silvia le devolvió la contestación a Raquel y dejó claro que poco a poco se le iba quitando el miedo. Ésta por su parte sonrió levemente en la oscuridad, algo que pasó inadvertido para Silvia, pero que causó una buena sensación en ella. Era distinta, no le tenía miedo como las demás, y eso en cierto modo le gustaba. Era cierto que se había creado esa pequeña coraza para que nada le hiciera daño durante su estancia en la cárcel, pero Silvia ignoró aquello y le demostró que ella también podía ser dura y que estaba ahí para escucharla. 

- ¿Por qué estás aquí? –preguntó por primera vez Raquel. 
- Apropiación indebida. 
- O sea, que te va el dinero. 
- Yo no lo hice… Me engañaron –apuntó. 
- Ya, eso… 
- …lo decimos todas… ya me conozco la frase.
- Sí, imagino que estás cansada de oírlo –suspiró. 
- Entiendo que muchas hayan dicho que son inocentes cuando no lo son, pero en mi caso es verdad. Estoy esperando el recurso. 
- Pues yo de ti no esperaría demasiado –soltó con desgana. 
- Me da igual lo que digáis, sé que voy a salir de aquí pronto. 

Raquel se quedó pensando. No parecía que Silvia estuviera mintiendo, incluso su intuición le decía que podía ser verdad que era inocente. Tampoco quería ilusionarla con la idea de una pronta salida de la cárcel. Hacía tiempo que ella no creía en la justicia. 

- ¿Y tú? ¿Por qué estás aquí? –preguntó Silvia. Aunque ya sabía la respuesta, quería oírlo de sus labios. 
- Si te lo dijera, querrías salir de aquí cuanto antes… 
- No me das miedo –dijo con firmeza. 
- Ahora quizá no, pero créeme, te lo podría llegar a dar.

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